El desarrollo del lenguaje siempre inquieta a las familias que aguardan esa primera palabra, que les confirma que su hija o su hijo han comenzado a hablar. Por esta razón, las consultas vinculadas con la ausencia de lenguaje oral en los primeros años de vida no son novedosas. Pero lo llamativo es que, en la actualidad, la demanda se ha incrementado y las dificultades observadas difieren bastante a la de otros tiempos.
El síntoma más evidente es la ausencia de lenguaje verbal. Sin embargo, se observa que la mayor dificultad reside en la intencionalidad comunicativa. Es habitual encontrarnos con niñas y niños que no se interesan en armar lazos con otras personas; compartir palabras, gestos y miradas en el diálogo o el juego.
Las familias expresan su preocupación y, más temprano que tarde, aseguran que administrar el tiempo frente a las pantallas no es una tarea sencilla. Nos encontramos entonces con niñas y niños que ven sus miradas reflejadas dispositivos tecnológicos y muy poco en el rostro de otras personas. Mientras tanto, los medios de comunicación y las redes sociales replican el discurso propuesto por los Manuales de los Trastornos Mentales (DSM), nos advierten acerca de los indicadores del Trastorno del Espectro Autista (TEA) y nos explican que la causa de esta problemática reside en la genética o la neurobiología.
Surge entonces una pregunta imprescindible: ¿de qué manera las niñas y los niños adquieren su lengua materna y desarrollan su lenguaje? Sabemos que este proceso acontece en el diálogo, en la comunicación verbal entre las personas. Por lo cual, estimar que los genes y el cerebro son los únicos responsables de las dificultades que las infancias actuales pudieran presentar al momento de comunicarse resulta desatinado.
No se pretende negar la existencia de los diversos factores que intervienen en este proceso, porque se comprende su complejidad. Por el contrario, se intenta resaltar que la comunicación y el desarrollo del lenguaje requieren algo más que una “buena genética” o la indemnidad de las estructuras cerebrales.
Los indicadores o señales de alerta, que se proponen cada 2 de abril, no remiten a un cuadro específico. En algunos casos, hacen mención a determinadas particularidades de la infancia y, en otros, a ciertas dificultades que no necesitan un rótulo, sino una mirada atenta por parte de las personas adultas y una intervención terapéutica ética.
La necesidad de etiquetar cualquier diferencia o dificultad, utilizando términos que remiten a un determinado trastorno, genera la falsa ilusión de que el problema es exclusivo de esa niña o ese niño y, de esa manera, nos invita a desimplicarnos. Sin embargo, todas las personas adultas somos responsables del cuidado de las infancias.